miércoles, 21 de marzo de 2012

El domador de animales


I

De niño siempre fui un asiduo asistente a los circos. Era obligatoria mi asistencia a cada circo que llegaba a la ciudad. Mi padre fue quien nos inculcó el gusto por la pasión circense. Era de esperarse, pues en una ciudad con pocas diversiones para una familia clase mediera el circo es una excelente opción. A esto súmenle que mi padre pretendía dedicarnos tiempo los fines de semana ante aquellas maratónicas jornadas laborales entre semana, en el cual dejo en una institución más de media vida.

-A tu edad me colaba en los circos. En ese entonces eran pequeñas carpas, circos austeros que se ponían alrededor de la ciudad por Santa Anna o San Román, donde eran puras quintas- Me presumía mi padre. Siempre me contaba que se metía debajo de las lonas ante pequeños circos de payasos, uno que otro animal fenómeno y actos de magia. También me contaba historias de gitanos, que en los años sesenta pasaban en carretas en los suburbios para leer las manos y hacer magia, cuales Melquiades en cien años de soledad, quien maravillaba a Macondo con los imanes y el hielo.

A mí padre también tocó los años maravillosos del circo teatro renacimiento, cuando los primeros circos en forma llegaban a la ciudad. Su emoción al platicar esas anécdotas y la importancia que le daba, era imposible que no me sintiera maravillado. Es por eso que en mi niñez ir al circo era revivir cada una de sus anécdotas.

II

El circo me envolvió rápido en su magia. Si bien es cierto que hoy en día están destinados al fracaso, para mí es toda una experiencia. El misticismo del circo despertó en mí el deseo de ser un actor circense. Y no era para menos: ver a los tarzanes llenos de músculos arrancar el suspiro de las damas, ver a los acróbatas columpiarse en las alturas, a las mujeres siempre guapas del circo (que siempre pensé eran las esposas de los domadores), los animales obedientes, en fin, era imposible no querer formarte de esa gran familia. A todo esto, súmenle la idea de viajar por todo el país, recibir el aplauso fuerte del público y ser la gran estrella. Igualmente, siempre imaginé a los actores del circo millonarios, siempre con sus campers y autos último modelo, sus tráileres, vamos, todo esto hace que un niño quiera ser parte de esto. Porque cuando eres niño no piensas en ser licenciado, o en las grandes empresas, ni meterte a la política de matraquero para agarrar un hueso. No, no señor, cuando uno es niño siempre queremos dedicarnos a lo que más no gusta: ser bombero, luchador, cartero, mesero, acróbata, futbolista. Maldita la hora en la inocencia se acaba. Si lucháramos por cada uno de nuestros días el mundo pintaría muy diferente. El sistema nos termina envolviendo a una vida monótona, a morir en vida. Maldita la hora en que el dinero deja de ser el medio para convertirse en un fin.

-Cuando sea grande seré domadores de animales- Decía con voz firme. Mi padre me alentó con sus palabras sabias - Bien hijo, así se habla-.

Todo estaba dicho. Tenía muchos años para practicar. Empecé con “Comando”, mi fiel perro maltés. Empecé a darle órdenes para que suba a un cubo. Luego, con un tubo de PVC, hice un aro. Tomé una varilla para que sea mi “amansador”, mi vara de castigo. Durante dos tardes pasé dando órdenes para que pase por el aro. Comando no entendía un carajo lo que quería, por más que le daba pan Bimbo como premio. Al tercer día abracé al perro para indicarle como debía pasar por el aro, hasta que me lanzó a morder. Al parecer los perros tienen menos paciencia para el ridículo. Un fracaso total. En pocos días mi deseo de domar animales quedó en el pasado. Además mi madre preguntaba quién se había tomado tanto pan Bimbo de la alacena y no podía decirle que lo había desperciado en el perro.

III

Cuando un circo viene a la ciudad aún es inevitable mi asistencia. Aún recuerdo cuando invité a mis sobrinos. Mi sobrina de unos 9 años en ese entonces me contestó “no me gustan los circos, es para niños”. No la culpo, a estas alturas el Xbox y el Wii parecen mucho más entretenidos. Mi sobrino, el más pequeño de 6 años aún me acompañó un par de veces, aunque eso signifique llevar un presupuesto mucho más holgado. Pues para mi sobrino ir al circo significa comprar varitas luminosas, narices de payaso y además de todo, tomarse la foto con el león (sedado hasta no poder moverse), subirse al elefante o la foto con el spiderman del momento, a pesar de tener un vientre mucho más abultado que el mío.

Mi atracción al circo fue tanto que hace unos años, cuando me encontraba en un inter, de esos que no tenía novia, me atreví a ir al circo sólo, asumiendo el riesgo de ser acusado de pederasta. Además, invitar a un amigo al circo sería algo no muy bien visto, ya no digamos por la sociedad, sino por el propio amigo. Así que decidido me perdí entre las gradas, con el celular en mano fingiendo estar esperando a alguien. La hora de los payasos fue la más temida “que no me pasen, que no me pasen” rezaba desde mi lugar. Nada más bochornoso que pasar a un pobre diablo a lanzar papas a los tenedores o ser el patiño y darse cuenta que se encuentra sólo, sin nadie a quién dirigir la mirada y sin nadie con quien brindar el ridículo.

Es por eso que hoy, ante la publicidad engañosa de “treinta años después regresa el hombre bala” me es irresistible asistir con mi esposa. En mi niñez estoy seguro que pude ver al hombre bala con mi padre en la ciudad. Si consideramos que aun no llego a los treinta años, tendrá a lo mucho un par de décadas.

Al final pude envolverme en la magia del circo una vez más. Ya estoy esperando el momento de contarle estas historias a mi hijo, y no sé, tal vez ahora sea yo el que diga que se colaba tras las carpas.

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